Una hoja de otoño...
Había una vez una hoja de otoño...
Dicen que para caer despacito usó un hilito transparente.
Yo creo que en algún lugar existe una escuela para hojas, donde se aprende a planear suavecito, despacito, a caer con cierto estilo desde el árbol hasta la vereda.
Allí las encuentran los chicos que andan en monopatín, o que corren persiguiendo palomas, y las pisan con el afán de que se transformen en música.
Allí la encontré yo, un poco cansada por el vuelo, justo al costado del árbol de la esquina de mi casa.
No era grande ni chiquita.
No era marrón ni amarilla.
No era silenciosa ni muy ruidosa.
Casi la piso con mis zapatillas nuevas cuando me pareció ver en sus ojos un pedido desesperado de auxilio.
Sí, esta hoja tenía ojos. Ojos de hoja, claro está. Ojos de hoja crispada por el otoño, ojos de hoja como manchas al costado de su nervadura.
Yo los ví, y sus ojos de hoja me pidieron socorro antes de que mi vecina pequeña e inquieta la desarmara de un pisotón.
La levanté con mucho cuidado, traté de no tocarle su cuerpito arrugado, por eso la sostuve de su tallito, ese que hasta hace poco la conservaba en la seguridad del árbol.
La acerqué a mi oído, para fijarme si al igual que las caracolas de mi abuela, las que encierran el sonido del mar, esta hoja tenía algo para contarme.
Y sí, con voz de hoja, voz de hoja que vuela con el viento, voz de hoja que hace crunch crunch y que cuenta historias de árboles y nidos, me dijo que por favor la pusiera a resguardo.
Que no quería terminar hecha añicos. Que se había esforzado mucho por llegar a ese color maravilloso que sólo el otoño le permitió, en su corta vida para mí, en su eterna vida para ella.
La miré con la complicidad de quien entiende todo enseguida.
La acuné despacito entre mis manos, la abracé con ternura y la puse, rápido y sin titubear, adentro de mi libro de cuentos.
Y dicen que desde entonces, empieza este cuento cada otoño, cuando alguien lo abre y piensa, que había una vez una hoja de otoño…
Texto Leila Daleffe
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