UN JARDÍN DONDE SE SIEMBRA TODOS LOS DÍAS.
Hay un jardín donde se siembra todos los días.
Es un lugar maravilloso, quizá muchos de ustedes lo recuerden.
Yo tengo la suerte de seguir visitándolo.
Tal vez me haya quedado de alguna forma en ese lugar donde alguna vez fui niña.
Y allí sigo, tantos años después, viendo de cerca ese mundo especial.
Y debo decir que he aprendido tanto de ellos!
Porque el Jardín del que les hablo está poblado de seres especiales.
Estos pequeños seres elaboran conclusiones precoces en sus trajes de infancia, ante la mirada atónita de los adultos que los rodeamos.
He aprendido de ellos que aunque el sueño y el cansancio me venzan a menudo, es especial cada mañana si comprendes todo lo que tiene por delante, y si puedes ver algo de magia en las hojas que cubren la vereda, el frío que implica bufandas y gorros de varios colores, el sol, e incluso la lluvia, con la prometedora esperanza del arco iris.
He aprendido que las lágrimas se van más rápido cuando alguien te abraza, y más rápido aún si el amigo que te quitó el juguete se acerca con un beso y una palabra de disculpas en sus labios, con la propuesta sin rencor de jugar juntos.
He aprendido que las galletitas se cuidan, que el planeta se cuida, que el agua se cuida, que las cosas propias se cuidan y aún más las ajenas, simplemente porque es mejor compartir con responsabilidad, compartir el lugar que habitamos, los recursos que consumimos y los objetos que utilizamos.
He aprendido que no hay momento más maravilloso que un cuento, porque invita por un rato a vivir un mundo diferente, donde las voces y los espacios se imaginan y los problemas comienzan con “había una vez” y terminan con “colorín colorado”.
He aprendido mirando un cuadro de Picasso, que todos podemos mirar lo mismo y ver cosas diferentes, he aprendido que el respeto en divergencia del pensamiento es la puerta hacia la diversidad, y, que como decía el genial artista, uno puede dibujar a los 12 años como Rafael, pero va a necesitar toda la vida para pintar como un niño.
He aprendido que el beso de un maestro, la sonrisa de un maestro, la palabra de un maestro y el gesto de un maestro tienen un peso implacable en el alma de un niño, y eso nos convierte en armas poderosas, que merecen el cuidado y la atención suficiente porque a partir de ellas podemos cambiar el mundo.
He aprendido que mientras me sigan sorprendiendo cada día estas pequeñas cosas, y pueda agacharme a un metro de altura para ver el mundo con la sabiduría de un niño, seguiré descubriendo el por qué elegimos este camino, y por qué cada año que termina sólo resuena en nuestros corazones una enorme verdad…en este Jardín es donde siempre quiero estar.
Leila Daleffe
Ilustración: Elizabeth Aguillón.
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