Tesoros de niñez
Cuenta una historia, una historia de siesta de verano, que un niño un día visitó en sueños una pradera en donde sólo vivía adultos.
El lema de la pradera era el trabajo, que ocupaba casi todo el día y dejaba apenas un espacio para comer y descansar.
El niño preguntó por los colores, ya que sólo se veía sobre el verde casas sobrias y elegantes, de colores bastante aburridos.
Le respondieron que formar colores en una paleta lleva tiempo, y el tiempo es oro...
Preguntó por la música. Era tanto el silencio en la pradera... No había árboles y por lo tanto tampoco nidos de pájaros alegres.
¡Qué ocurrencia! Los árboles estaban hechos muebles y leña, y llevaba tiempo replantarlos, y el tiempo escasea...
¿Cantar? Con tantas cosas en que pensar no podían elaborar melodías.
Preguntó ya sorprendido por los juegos y los cuentos, esos que divierten el alma y te llenan de asombro y fantasía. ¡Miren si en medio de la vorágine laboral iban a ponerse a imaginar cuentos y juegos!. Todo eso lleva tiempo, que puede destinarse al trabajo o a una hora más de descanso.
Por último, ya con desazón y tristeza (imaginen ustedes que mundo gris era este), el niño preguntó por los niños, esos pequeños gigantes de pañal y chupetín, de risa y llanto. La respuesta no admitía sorpresas: los niños no sólo llevan tiempo, suelen entorpecer el trabajo, quitan horas de descanso y eso era inadmisible en el mundo progresista que los adultos habían creado.
Cuenta la historia que cuando el niño despertó del sueño sintió cierto alivio al verse mezclado en un mundo de adultos y niños, pero con inquietud decidió tomar ciertas precauciones para no ver el futuro tan gris...
Tomó una bolsa más grande que él. Colocó dentro de ella todas las acuarelas que tenía, con los colores del arco iris.
Guardó también la armónica de su hermana, que emanaba dulces notas cada vez que la rozaba el viento.
Como no le entraba en la bolsa el sauce llorón del jardín, guardó una pequeña maceta con siemprevivas y malvones que su mamá asomaba a la ventana en búsqueda de sol.
Guardó, por supuesto, el tatetí y la generala, los juegos que prefería por divertidos y porque son para compartir.
Y no se olvidó, por cierto, del libro lleno de cuentos con olor a abuelo y a sueños conciliados.
Como símbolo de la niñez, que no debía estar ausente, guardó un chupete de su hermana y el chupetín que pensaba comer más tarde.
Con este valioso equipaje fue a la habitación donde mamá y papá descansaban, y con sigiloso silencio dejó junto a la mesita de luz sus colores, la música, la naturaleza, los cuentos, los juegos y su niñez hecha chupete.
Por las dudas... no vaya a ser cuestión que despertaran y crearan un mundo de adultos, gris, sólo reinado por el trabajo, donde la fantasía y la capacidad de asombro de los niños resultara tan sólo un vago recuerdo.
By Leila Daleffe
Yorumlar