El rompecabezas
Cuenta la historia que un niño travieso había decidido explorar el mundo.
El mundo para él, y quizá como para todos los niños, no tenía las dimensiones de tiempo y distancia que condicionan a los adultos al sumergirse en aventuras…
… No, era más sencillo…
No había momento más preciado que el ahora: ahora que terminé la leche, ahora que terminaron los dibujitos, ahora que mamá está hablando por teléfono, ahora, mientras papá lee el diario, ahora, que es la hora de la siesta…
Y no había montaña más elevada que la estantería de la biblioteca, que la alacena de la cocina…
No había misterio más acabado que el cajón de la cómoda de los padres, que el placard del hermano mayor…
No había valles más amplios y luminosos que el pasillo que llevaba al cuarto de lavado…
No había río más caudaloso que el agua de la ducha…
No había escondite más maravilloso que debajo de la mesa cuando el mantel impedía que el resto pudiera verlo…
Durante la infancia, los tiempos y paisajes se reducen a la maravilla de lo cotidiano…
El niño emprendió la travesía con la seriedad que ameritaba, cargando en su bolsita algunas galletitas, el vasito con tapa con un poco de jugo, la linterna, el celular de juguete por si necesitaba ayuda… y un rompecabezas…
Acostumbrados a las travesuras del niño, cuando sus padres descubrieron que lo habían perdido momentáneamente de vista, comenzaron a llamarlo, primero con calma, luego con impaciencia y por último con cierta desesperación. ¡Todos sabemos las locuras que son capaces de cometer los niños si no están bajo nuestra atenta mirada!.
Cuando comenzaron a buscarlo, descubrieron con algo de sorpresa que por toda la casa había una hilera de piezas de rompecabezas, a las que ninguno de ellos prestó atención en un comienzo.
Buscaron por las piezas, los dos baños, la cocina, debajo de la escalera, el cuarto de lavado, el desván.
Hasta que en ese preciso momento entró en la casa el abuelo.
El abuelo, con ojos de quien ya ha visto pasar niños, jóvenes y adultos, entró a la casa y levantó otra ficha de rompecabezas del piso. Lo mismo hizo el hermano mayor.
Sumaban entre todos 24 fichas de rompecabezas de un oso de cara tierna.
Asombrados por la pista tan sospechosa, comenzaron a armarlo en el suelo. Fue difícil ponerse de acuerdo, que este va en la esquina, que esta pertenece al brazo del oso, que no entra, que sí entra…
Cuando la discusión se tornó un poco complicada y luego de arribar a la conclusión de que continuaba faltando una pieza, por detrás del sillón apareció en niño explorador, con la pieza faltante en su mano.
Luego de abrazarlo, los padres le pidieron que colocara finalmente la ficha restante para poder dar por finalizada la obra en la que todos habían sido parte importante.
El rompecabezas de la infancia feliz de nuestros hijos sólo podrá resolverse cuando los escuchemos, les brindemos el espacio para ser parte y consideremos sus pistas como la invitación al mundo mágico de juegos y aprendizajes, sin desestimar la aventura que cada día nos invita a ser un poco pequeños como ellos.
Después de todo, todos sabemos las locuras que somos capaces de cometer los adultos si no estamos bajo la atenta mirada de nuestros niños.